Como tantos asturianos que, por razones profesionales o personales, tenemos que viajar con frecuencia a Madrid, la noticia, confirmada en plenos fastos de Fitur, de que Air Europa fletará desde junio tres vuelos diarios entre la capital y nuestra región, rompiendo así el monopolio abusivo de Iberia, supuso una satisfacción y un alivio importante. Si además esa política de promoción, que permitirá abaratar billetes, se extiende a otros destinos y se frena el declive sufrido en 2009 por nuestro aeropuerto, el éxito será total.
La verdad es que, como ya escribí en otra ocasión, mientras el AVE no llegue al menos a Pola de Lena, nuestras comunicaciones con Madrid no serán satisfactorias. Y el transporte público, lo que es la clave del asunto, no será competitivo con el privado. Pongo un ejemplo personal: hace unas semanas realicé un viaje en mi propio coche desde el centro de Asturias hasta la Ciudad Universitaria de la Villa y Corte. De puerta a puerta, cuatro horas. Esta semana he realizado el mismo trayecto, pero usando sólo el vehículo propio hasta Santiago del Monte, donde tomé un avión seguido de un trayecto con un solo trasbordo de metro. De origen a destino, las mismas cuatro horas. Y aunque viajar en automóvil implica pagar gasolina, dos peajes y, en su caso, un garaje en destino, la cuantía no es comparable a lo que cuesta normalmente un billete de Iberia, más el medio de acceso desde el centro de la ciudad al aeropuerto y viceversa, más el ticket del aparcamiento asturiano, que no es precisamente la beneficencia municipal. Cuando por razones de urgencia, de supuesta comodidad o de lejanía de una boca de metro no queda más remedio que pillar un taxi para llegar a la mítica T4 de Barajas, la factura puede ser de agárrate. La última vez que tuve que recurrir a tal solución, un taxista me cobró lo mismo que cuesta en Asturias ir desde nuestro aeródromo a Gijón, lo que parece una demasía injustificable y que lejos de producir beneficios al sector está propiciando la desincentivación del uso del taxi en ese recorrido de Madrid.
Sin olvidarme de nadie, es un dato irrebatible que la mitad de los asturianos y bastante más del 50% de los usuarios del avión, vive en Oviedo o en Gijón. Y que el aeropuerto queda muy lejos pese a que, después de tanto penar, al menos ya tengamos autovía hasta la terminal. Y esa distancia es, evidentemente, una incomodidad y una inseguridad añadida ante un posible contratiempo en la carretera. Si a ello se une la antelación con la que hay que llegar al aeropuerto, por más que ahora llevemos de casa la tarjeta de embarque y no digamos los frecuentísimos retrasos de los vuelos, cuando no sus cancelaciones; la excursión que nos hace soportar la interminable pista de Barajas hasta que podemos desembarcar y los no menos de veinte minutos en los que el metro -limpio y eficiente, todo hay que decirlo- tarda en dejarnos en los Nuevos Ministerios, se comprenderá fácilmente a los que ven en el volar una penosidad.
No hace falta ser una autoridad en nada para saber que un servicio es competitivo si se presta regular y diligentemente; si es seguro, cómodo y si cuesta menos que otros análogos. En el caso del transporte de viajeros esto supone unos horarios adecuados y suficientes, una celeridad que abrevie los tiempos, una prestación mínimamente confortable y unas tarifas asumibles por el bolsillo de la mayoría de usuarios. Nadie, o casi nadie, pide zonas VIP ni suntuosidades. Lo que se trata es de que se recorten los tiempos de espera y que la puntualidad y la continuidad presidan la actividad, máxime cuando, como es el caso de los aeropuertos, no son equipamientos precisamente céntricos.
Aplicando esos parámetros al tráfico aéreo entre Asturias y Madrid (por no hablar de otros destinos existentes o inexistentes), el test de competitividad no arrojaría, posiblemente, ni un aprobado por los pelos. Y si habláramos de calidad del servicio la nota aún sería más baja.
Para colmo, por la lacra terrorista que amenaza a todos los países, las medidas de seguridad se han convertido en una rémora más; pesada, engorrosa y hasta en ocasiones humillante. Siempre he sido colaborador con los poderes públicos para facilitar la lucha contra todo riesgo de delincuencia y salvo supuestos tan aislados como desgraciados, sobre los que algún día escribiré, siempre he visto en los agentes de orden público a unos servidores ejemplares a los que hay que facilitarles su labor, tantas veces sacrificada. Pero remarcado lo anterior, confieso que no entiendo su papel, tan limitado, tras la seguridad privada de los aeropuertos. Esa que nos hace quitarnos abrigo, chaqueta, cinturón, reloj, llaves, otros objetos metálicos, más de una vez el calzado y separar todo tipo de ingenios electrónicos que llevemos encima o en un maletín. Por no hablar de los líquidos y otras historias. A veces, las colas en los grandes aeropuertos son interminables y más de una persona pierde su vuelo esperando que le llegue la hora de hacer su mini 'striptease' ante unos empleados privados que no sé de dónde sacan tanta autoridad cuando las leyes siguen diciendo que no se puede gestionar privadamente un servicio que entrañe ejercicio de autoridad. Y ahí es donde echo en falta un mayor protagonismo de la Benemérita, a veces simplemente expectante tras los artilugios de control de personas y equipajes de mano.
El tema polémico, actualmente, es la privacidad y los escáneres que desnudan. Me parece ciertamente un exceso pero aún lo es más el cacheo grosero y hasta indecoroso que a veces -ciertamente las menos- se practica por privados uniformados de manera claramente innecesaria (¿o es que la empresa no provee de suficientes detectores manuales?) y desproporcionada. Yo he sufrido en los últimos cuatro años tres de estos cacheos lamentables que, aunque estadísticamente sean irrelevantes, son en cualquier caso intolerables. Uno lo sufrí en el aeropuerto de Nápoles y dos en diferentes terminales de Barajas. El último, el pasado viernes. Sólo digo que más de uno -ya no digo de una- hubiera llamado a la Guardia Civil invocando alguna figura del Código Penal. Yo estuve tentado, pero reparé en que ninguna casaca verde de las que había a una cierta distancia había presenciado el 'trabajo'. Me quedé con un sabor amargo y pensé en los versos de Lorca: «mientras, los guardias civiles beben limonada todos». Pero no es su culpa, ciertamente.