SEGURIDAD PRIVADA EN AMÉRICA
LOS SERVICIOS DE SEGURIDAD PRIVADA, ¿DESESTABILIZAN LA DEMOCRACIA?
La proliferación de servicios de seguridad privada en Latinoamérica ha creado una situación en la que el Estado “con frecuencia cede tanto legitimidad como capacidad”, afirma el conocido experto en temas de seguridad ciudadana Mark Ungar. El siguiente artículo discute las razones detrás del aumento en servicios de seguridad privada en el contexto latinoamericano. El Dr. Ungar es Profesor Asociado de Ciencias Políticas en Brooklyn College y en el Centro de Postgrados de la Universidad de la Ciudad de Nueva York, conjuntamente con sus actividades como conferenciante y consultor. Además de numerosos artículos y capítulos, es autor del libro Elusive Reform: Democracy and the Rule of Law in Latin America (Lynne Rienner Publishers, 2002). Su próximo libro Policing Democracy: Overcoming Obstacles to Citizen Security está en prensa.
En Latinoamérica la combinación de democratización, neoliberalismo y tasas de criminalidad record ha coincidido para impulsar un crecimiento tan extraordinario en los servicios de seguridad privada que ahora en prácticamente todos los países los guardias privados superan en número a los agentes de seguridad pública. A pesar de que tanto gobiernos como académicos han reconocido este crecimiento, ha habido pocos esfuerzos para estudiar sus causas, patrones, e impacto. En particular, la problemática y condiciones de la seguridad ciudadana en países del mundo de hoy enmascaran la medida en que la seguridad privada se ha convertido en parte del Estado y de la sociedad.
Desde la década de los 80 el número de compañías de seguridad privada ha crecido de forma exponencial en todas las regiones del mundo. Su expansión se calcula entre el siete y el nueve por ciento en los países industrializados y 11 por ciento en las regiones en desarrollo como Latinoamérica, África y Asia. Este crecimiento lo han experimentado todos los países latinoamericanos. Incluso en Chile y Costa Rica, los dos países más seguros de la región, el sector de seguridad privada a crecido a una tasa anual cerca del nueve y diez por ciento respectivamente. Según informes de 2007, en El Salvador había por lo menos 25.000 empleados de empresas privadas, un número mayor que el de agentes de la PNC. Aunque este crecimiento comenzó en la década de los 80, la mayoría de empresas latinoamericanas tienen menos de diez años. Por ejemplo, en la República Dominicana 47 de las 98 empresas registradas en el año 2000 se organizaron a mediados de la década de los 90. Aunque la mayoría de las empresas tienen menos de 100 empleados, un número estimado de 320 tiene más de 1,000. En conjunto, hay aproximadamente 1.6 millones de empleados registrados en Latinoamérica, con aproximadamente 2 millones más trabajando informalmente o de manera ilegal.
De la variedad de razones para la expansión de la seguridad privada, las cuatro que se discuten a continuación están relacionadas entre sí y explican mejor el fenómeno: crimen, políticas y leyes para combatir el crimen, reestructuración del estado, y cambio social. A medida que aumenta el crimen, la política anticrimen se enfoca en medidas rigurosas que aunque son populares carecen de un verdadero impacto en el largo plazo, en parte porque la reestructuración de los Estados latinoamericanos contemporáneos, a través de cortes presupuestarios y descentralización, reduce su capacidad para aprobar e implementar políticas efectivas. En lugar de cerrar la brecha con respuestas más coherentes, sociedades que se están volviendo más desiguales, fragmentadas y temerosas de ciertos sectores de la población acuden a opciones de seguridad privada que socavan aún más la política anticrimen y la capacidad del estado.
Crimen: Un aumento de 41% en la tasa de homicidios en la década de los noventa convirtió a Latinoamérica en la región más letal del mundo. En 2003 su tasa de homicidios era 19 por 100,000 habitantes, en contraste con seis en Estados Unidos y cuatro en Europa Occidental. Otros estimados calculan la tasa regional en Latinoamérica desde el año 2000 en 27.5, en contraste con 8.8 en el resto del mundo. Cada año aproximadamente 140,000 latinoamericanos mueren asesinados, 80,000 jóvenes mueren víctima de la violencia y 54 familias sufren de robos cada minuto. Uno de cada tres latinoamericanos ha sido víctima de la violencia y el asesinato es la segunda causa de muerte para personas entre 15 y 25 años de edad. Inclusive en Costa Rica, el país más seguro de Latinoamérica de acuerdo con la mayoría de las estadísticas, los homicidios han aumentado 30% en los últimos diez años. La mitad de los 10 países más peligrosos del mundo se encuentra en Latinoamérica: El Salvador, Colombia, Venezuela, Brasil, y Honduras. Según estadísticas oficiales la tasa de homicidios en El Salvador es más de 58 por 100,000 habitantes, superada sólo por Colombia. El crimen es ahora más frecuente y una mayor parte del mismo es violento. En Venezuela en 1990 el 16% de los crímenes contra la propiedad eran violentos. En comparación, la cifra llegó a 46.2% en 2002. Al encontrarse tasas de criminalidad tan altas y sin mayor expectativa de mejora los ciudadanos optan por alternativas privadas para protegerse a sí mismos y a su propiedad.
Políticas y leyes para combatir el crimen. Bajo la presión de controlar el crimen durante su limitado período en el poder las autoridades ejecutivas con frecuencia responden con políticas de mano dura basadas en arrestos masivos y encarcelación. Sin embargo, dada la carencia de entrenamiento adecuado y de políticas preventivas estas acciones tienen poco impacto en el largo plazo. La policía tiene una jurisdicción creciente para hacer arrestos pero los casos no pasan el escrutinio de las cortes de justicia debido a fallas en la recolección de pruebas o en la protección de testigos. La mayor parte de la actividad policial se concentra en delitos menores. En Guatemala, donde las evaluaciones de la policía se basan en el número de arrestos, el 80% de los mismos son por acciones que no son de tipo criminal. Al mismo tiempo, no se investigan crímenes serios. La mayoría de los arrestos en la región se basan en legislación que permite a los agentes policiales hacer arrestos para chequear la identidad basada en comportamiento tan subjetivo e impreciso como sospecha de intenciones criminales. Aparte de no tomar en cuenta las causas del crimen, este tipo de acciones antagoniza a la ciudadanía y aumenta el atractivo de las alternativas privadas. Es más, congestionan los juzgados y las prisiones. Un promedio de 70% de las personas en la cárcel no han sido sentenciadas.
La frecuente rotación de funcionarios de seguridad pública dificulta a los gobiernos tomar los pasos difíciles pero necesarios para modificar sus políticas de seguridad. Como ocurre en cualquier país, se nombran y sustituyen ministros de acuerdo con las necesidades y percepciones que rodean al tema que les compete. En Latinoamérica, debido a la volatilidad del tema de la seguridad ciudadana, los ministros de interior o seguridad y su equipo responsable por la policía y seguridad entran y salen de sus puestos con una frecuencia preocupante. Como resultado, muchos ministros evitan el cambio porque anticipan un corto período en su puesto o no desean correr el riesgo de antagonizar a la policía o fracasar en sus planes. El problema de la rotación de ministros se complica más debido a los cambios en los ministerios a los que se asigna la responsabilidad de la policía. Con frecuencia se pasa el control de la policía, por ejemplo, de ministerios de interior a ministerios de justicia, o se eliminan los ministerios o se recorta su tamaño.
Reestructuración del estado. Las reducciones en el presupuesto, la descentralización y la privatización que han estado al centro de la política del Estado en Latinoamérica desde la década de los 90 han abierto un espacio amplio para las empresas privadas de seguridad. A pesar de que algunos gobiernos de izquierda han comenzado a dar marcha atrás a esta tendencia, los Estados de la región han cambiado de forma fundamental. La descentralización ha llevado a la proliferación de fuerzas policiales en tres direcciones: dividiendo la policía nacional en agencias municipales o provinciales, una división funcional de la policía en unidades especializadas y el aumento de unidades y oficinas dentro de cada fuerza policial. A medida que se siembra la confusión debido al traslape de las jurisdicciones y autoridades de estas nuevas agencias, resulta más fácil para las compañías privadas de seguridad organizarse e incorporarse al sistema.
Los recortes presupuestarios han limitado tanto los salarios de las fuerzas policiales como el financiamiento para el tipo de programas sociales (como empleo para jóvenes) que se sabe que ayudan a prevenir el crimen. En contraste con el período autoritario cuando había organismos policiales muy centralizados, ahora muchos legisladores deliberadamente se rehúsan a aumentar los sueldos de los policías debido a los sobornos y otras fuentes de dinero que los agentes usan para complementar sus ingresos. Las limitaciones presupuestarias también han tenido un efecto negativo en la capacidad de hacer cumplir las leyes aprobadas y de darles seguimiento. Casi todos los gobiernos han aprobado leyes para regular a las compañías privadas, al mismo tiempo que de forma casi universal no proporcionan los recursos ni crean los mecanismos para hacerlo adecuadamente. Estos problemas se extienden a la gama más amplia de políticas contra el crimen, tales como la policía comunitaria, que casi todos los gobiernos también han instaurado sin la supervisión y el entrenamiento requeridos. Las debilidades del Estado también se extienden al nivel internacional. Cuando el crimen cruza las fronteras en la forma de tráfico de drogas y pandillas juveniles, países que se dan cuenta de la necesidad de cooperar pero carecen de la capacidad de actuar, han abierto las puertas a la seguridad privada.
Cambios sociales. En esta era de democratización, el mayor grado de participación y activismo es uno de los muchos cambios positivos. Al mismo tiempo, hay tres cambios que han estimulado la seguridad privada. El primero es la desigualdad. El coeficiente de Gini (la medida básica de desigualdad, tiene una escala de cero a 100 donde cero representa la igualdad perfecta) de todos los países latinoamericanos está por encima del promedio mundial de 40. Entre los países de la región, El Salvador es uno de lo más desiguales: su coeficiente de Gini es 57.5 y está en el cuarto lugar (después de Bolivia, Colombia, y Paraguay). El 5% de los latinoamericanos más ricos recibe el 25% del ingreso nacional mientras que el 30% más pobre recibe solamente el 7.5%. Muchos analistas establecen un vínculo directo entre la desigualdad y el nivel de homicidios. Los autores Scares y Concha-Eastman concluyen que el aumento de un uno por ciento en el coeficiente de Gini “produce automáticamente” un aumento de 1.5% en el nivel de homicidios. Al mismo tiempo la desigualdad estimula tanto la seguridad privada como el crimen: al aumentar la división de clases en la sociedad, los ricos se muestran más ávidos de pagar por su propia seguridad y tienen los recursos para hacerlo.
El temor, un rasgo menos medible pero de muchas maneras más presente en las sociedades latinoamericanas modernas, ha profundizado las fisuras de la desigualdad. Las ciudades latinoamericanas presentan tasas promedio de crimen mucho más altas que los promedios nacionales y han sido redefinidas por el temor al crimen. Las decisiones de la vida diaria, desde las rutas de transporte hasta los horarios de trabajo, giran alrededor de este temor cuando la gente evita zonas completas de sus ciudades y fortifican sus hogares con armas de fuego, alarmas, barrotes en las ventanas, y perros. Las numerosas familias que no pueden pagar estas formas de protección se aseguran de que alguien esté en casa todo el tiempo lo que reduce su capacidad de ingresos y empeora la desigualdad. En las zonas rurales, donde la presencia policial es menor, el temor y la intimidación han aumentado a la par de la seguridad privada. En Guatemala, por ejemplo, muchos de los secuestros, desapariciones, amenazas y asesinatos de trabajadores rurales se han atribuido a las operaciones de la seguridad privada de finqueros y hacendados.
Un tercer cambio social es la respuesta de los ciudadanos ante el estado, la cual está enraizada en la historia de seguridad pública y de poder policial. En el período colonial la mayor parte de las fuerzas policiales eran milicias ad hoc destinadas a mantener el orden social. Este patrón se aceleró durante los conflictos civiles que caracterizaron las primeras décadas de vida independiente, cuando la mayoría de las agencias policiales estaban bajo el control de caudillos para controlar la oposición y luchar contra sus rivales. Como en la mayoría de los otros países, la verdadera modernización policial de Latinoamérica se dio en el siglo XX. Sin embargo, a diferencia de los Estados Unidos y Europa, la llevaron a cabo principalmente regímenes autoritarios para integrar a las fuerzas policiales a aparatos de seguridad estatal altamente represivos. Por supuesto, parte de la democratización de las décadas de los 80 y 90 fue un rechazo del poder estatal asociado con esa represión. De tal manera, aunque la ola actual de seguridad privada refleja las condiciones del momento, también está enraizada en el rechazo de la sociedad al poder de un estado altamente centralizado y libre de controles. La seguridad privada es asimismo una solución que regresa a la norma histórica de muchas fuerzas controladas por actores diferentes.
El impacto de la seguridad privada en Latinoamérica se extiende desde la protección diaria hasta la naturaleza de las democracias de la región. Esto involucra una variedad de riesgos a la seguridad. Aunque la mayoría de los administradores y guardias de las compañías privadas proviene de cuerpos de seguridad del Estado, la demanda insaciable por seguridad privada ha conllevado que un número creciente del personal nuevo carezca de la experiencia relevante. No existe garantía de que los agentes o ex agentes de la policía sean confiables y seguros. Aquellos sin ninguna experiencia en la policía (que no calificaban para entrar a la policía o fueron expulsados) probablemente reciben un entrenamiento mínimo de parte de empresas que tienen pequeños márgenes de rentabilidad y no tienen obligación legal de hacerlo (o pueden evitar su responsabilidad debido a la falta de mecanismos que los obliguen a cumplir).
La seguridad privada tiene un impacto en la democracia porque los gobiernos, que invitaron a las empresas de seguridad privada a cubrir deficiencias en la capacidad pública, confrontan un nivel de proliferación privada que despierta dudas sobre el control del Estado. Los Estados que han disminuido la prestación de servicios de seguridad en vecindarios, prisiones, fronteras y otras aéreas con frecuencia ceden tanto capacidad como legitimidad. Las prisiones administradas por compañías privadas y los programas de policía comunitaria podrían ser alternativas más eficientes y tolerables, pero en la ausencia de estándares claros y que se puedan hacer cumplir es más probable que respondan a intereses ajenos a los del Estado. La disminución de la capacidad del estado para reafirmar su autoridad socava ante la ciudadanía la legitimidad y relevancia de las leyes y los programas del Estado. En circunstancias en las que la confianza de los ciudadanos en la capacidad de la democracia para resolver sus problemas se encuentra baja, estas tendencias conllevan el riesgo de un deterioro real y de desestabilización.
El artículo anterior es parte de un trabajo más extenso que publicó el journal Social Justice (www.socialjusticejournal.org): Mark Ungar, The Privatization of Citizen Security in Latin America: From Elite Guards to Neighborhood Vigilantes. Social Justice. 2007. vol. 34, nos.3-4.
FUENTE
